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GENERALES

24 de marzo de 2023

Carlos Alberto "Pelusa" Martínez, el sombrío general que se llevó sus secretos a la tumba

Ilustración de Osvaldo Révora.

 Muchos lo consideran el arquitecto del sistema represivo. Cultor de un bajísimo perfil (casi no hay imágenes de él), fue el hombre fuerte del aparato de inteligencia de la última dictadura. Murió en 2013, gozando de una prisión domiciliaria mientras era juzgado por delitos de lesa humanidad contra 1.196 víctimas. 


El 20 de octubre de 1975, los jefes del Batallón 601 de Inteligencia, coroneles Alberto Valín y José Osvaldo Riveiro, fueron recibidos en el sexto piso del Edificio Libertador por un tipo morocho y extremadamente enjuto, vestido de civil (pero, claro, no lo era). El objetivo del cónclave fue afinar el organigrama operativo de esa dependencia a los fines del inminente golpe de Estado.

El tipo los sorprendió con una pregunta:

– ¿Alguno de ustedes sufrió de tenia?

Ambos coroneles enarcaron las cejas. El tipo, forzando un tono pedagógico, prosiguió:

–La tenia es una lombriz que puede crecer sin límite. Puede llegar a tener miles de segmentos. Y uno puede eliminarlos a todos. Pero mientras quede la cabeza, se reproduce inmediatamente.

Ambos coroneles comenzaron a entender el sentido de aquella metáfora. El tipo la redondeó:

–La subversión, señores, es como la tenia. Si no destruimos su cabeza, tendremos siempre que comenzar de nuevo.

Ambos coroneles, entonces, asintieron al unísono.

Y el tipo sonrió satisfecho. Luego golpeó un puño contra el escritorio para decir:

–La clave de esta guerra es la información; su método, el interrogatorio.

Por último, no sin un dejo de orgullo, confió a sus dos subordinados que el enlace entre el aparato represivo propiamente dicho y la cúpula militar sería justamente él. Y que en un sentido inverso, las órdenes y directivas impartidas por los jefes de las Fuerzas Armadas también tendrían que pasar primero por su persona, antes de llegar a sus destinatarios finales.

Al concluir la reunión, se puso de pie para acompañar a los coroneles hasta la puerta. Al despedirlos, su rostro adquirió una expresión entre solemne y preocupada. En ese momento, exclamó:

–¡Que Dios nos ilumine!

Se trataba nada menos que del titular de la todopoderosa Jefatura II de Inteligencia del Ejército, general Carlos Alberto Martínez.  Su nombre fue el secreto mejor guardado por la última dictadura. Y no es una exageración decir que el destino fue benévolo con él.

La muerte de ese hombre, ocurrida el 7 de abril de 2013, fue tan discreta como su paso por la vida; apenas un breve obituario en el diario La Nación dio cuenta de ello. Un notable logro para quien, además de diseñar el plan golpista del 24 de marzo de 1976, fue el arquitecto del sistema represivo instaurado desde entonces. Una orquesta negra que él dirigió en el mayor de los sigilos.

Tanto es así que, durante 28 años de democracia, Martínez –sin ninguna denuncia ni sospechas en su contra– no tuvo contratiempos judiciales.

Hasta el invierno de 2012, cuando una increíble combinación de hechos y circunstancias le arrancó la impunidad.

Aún así no la pasó mal; bajo arresto domiciliario en su chalet de la calle España 865, de San Miguel, exhaló su último suspiro procesado por delitos de lesa humanidad contra 1.196 víctimas. Acababa de cumplir 86 años.

 

El Eichmann criollo

En octubre de 1975, la pluma de Martínez dio forma a la "Directiva del Comandante General del Ejército Nº 404", que en la jerga castrense pasó a la posteridad como “La Peugeot”. Ese documento –recuperado por el Archivo Nacional de la Memoria– contenía las instrucciones del exterminio y sólo fue distribuido entre 24 jerarcas militares de primer orden. Martínez asistía a su hora más gloriosa.

En torno a su pequeña figura flotaba un halo de misterio. Sus camaradas lo llamaban “Pelusa” por la hirsuta vellosidad que le tapizaba la nuca. Aquel detalle le confería un aire primitivo, al igual que sus modales rústicos y el destello inexpresivo de sus ojos. Sin embargo, entre los uniformados era reconocido por su refinada astucia.

Su llegada al Estado Mayor no fue menos sorprendente. Unas semanas antes había sido puesto al frente de la Jefatura II de Inteligencia, tras haberse desempeñado como su segundo jefe durante la gestión del general Alberto Numa Laplane.

No era un secreto la estrecha relación que lo unía a éste. Ni tampoco su amistad con el coronel Vicente Damasco, quien había encabezado en forma sucesiva la Secretaría General de la Presidencia y el Ministerio del Interior en el gabinete de Isabel Perón, hasta caer en desgracia debido a las presiones ejercidas justamente por los generales Jorge Rafael Videla y Roberto Viola. Sólo por esas afinidades, la carrera de “Pelusa” corrió el riesgo de tener un final abrupto. Y él fue consciente de ello. Pero, por algún extraño resorte del azar, la nueva cúpula castrense decidió preservarlo.

Tal vez en esa decisión haya primado el hecho de haber sido uno de los mejores alumnos de la Escuela de las Américas, sin soslayar su paso como delegado ante la Junta Interamericana de Defensa –el organismo encargado de fijar las estrategias anticomunistas en la región–, donde cultivó excelentes contactos con militares norteamericanos y de otros países.

Así, de la noche a la mañana, se vio transformado en uno de los alfiles del general Videla, quien instauró con él un ritual que mantendría por mucho tiempo: la revisión diaria de los partes de inteligencia que Martínez le traía cada mañana. La vida le sonreía.

Siete lustros después, en la mañana del 29 de junio de 2012, el juez federal Daniel Rafecas le dicto la prisión preventiva. El viejo genocida asimiló la novedad con un leve parpadeo, antes de ser esposado por un guardia. Tal vez, entonces, su mente haya evocado la figura del coronel Jorge O’Higgins, su antiguo hombre de confianza. En ese preciso instante, al anciano general se lo oyó maldecir.

 

Repliegue resbaladizo


Durante una madrugada a fines de 1982, en el edificio de la calle Luis María Campos 1248, de Palermo, un crujido alborotó el palier del cuarto piso; luego, a hurtadillas, una silueta con dos enormes bolsas de consorcio fue hacia el habitáculo de la basura, antes de regresar en puntas de pie a su departamento. Al cerrarse, la puerta otra vez crujió.

Era el coronel O’Higgins. Debido a la crisis terminal de la dictadura tras la estrepitosa derrota de Malvinas, había elegido esa ocasión para deshacerse de documentos que podrían relacionar su nombre con desagradables episodios del pasado reciente. No llegó a suponer que alguien lo observaba.

Un vecino lo espiaba por la mirilla, tal vez sólo por la curiosidad que sentía hacia ese sujeto torvo, cuyo rostro irradiaba una vidriosa altivez. Y no dudó en apropiarse, también a hurtadillas, de las bolsas dejadas por él. Al revisarlas, su sorpresa fue mayúscula: además de partes de inteligencia y otros papeles con sello de “no difundir”, encontró cuatro cartas escritas entre 1967 y 1968 nada menos que por Perón al mayor Bernardo Alberte.

¿Es posible que el vecino de O’Higgins supiera que el mayor Alberte había sido, primero, edecán del General y, después –durante la dictadura de Onganía–, su delegado personal? Quizás no. Es que Alberte era un cultivador nato del bajo perfil. Como tal, fue una figura clave de la Resistencia Peronista y, ya en la década del setenta, un eficaz nexo entre el viejo líder y la juventud. Ello le valió ser perseguido por la Triple A. Su nombre compartía sus listas de amenazados con Julio Troxler, Rodolfo Ortega Peña y el cura Carlos Mugica. Sus antiguos camaradas de armas también se la tenían jurada.

A las 2:30 del fatídico 24 de marzo de 1976, no menos de 15 vehículos no identificables rodearon su departamento, en la Avenida del Libertador al 1100. Los intrusos fueron expeditivos: Alberte fue arrojado al vacío desde el sexto piso. Así fue como se convirtió en la primera víctima de la dictadura. OHiggins encabezaba la patota, por cuenta de Martínez.

Claro que ninguno de los dos imaginó que, después de 36 años –debido a los papeles descartados por OHiggins–, aquel crimen los llevaría hacia el infortunio penal. Ahora, durante esa tarde invernal de 2012, con las muñecas ya esposadas, “Pelusa” seguía maldiciendo por lo bajo.

 

Tres tristes tigres


La última aparición pública de Martínez –quien además comandó la SIDE desde 1978 a 1983–- ocurrió el 14 de julio de 2012 en el Juzgado Federal de San Martín, con motivo de un careo.

Fue una gran escena de la historia: el general Santiago Riveros, Videla y él, achacosos y vacilantes, acusándose entre sí, ante la silenciosa mirada de Ana y Julio Santucho, una de las hijas y el hermano menor de quien fuera la máxima obsesión de sus carreras: el jefe del ERP, Mario Roberto Santucho.

Los tres genocidas estaban allí para enfrentar sus versiones acerca del destino de los restos del guerrillero, un enigma que ellos insistían en eternizar.


Rivero intentó deslucir su rol en el asunto:

–Me sorprendió la decisión del comandante (Videla) de desaparecer por izquierda un cadáver que apareció por derecha.

Por toda respuesta, el aludido fulminó con la mirada a Martínez, y éste, sin inmutarse, clavó los ojos en un punto indefinido del espacio.

Minutos después, el espía en jefe de la dictadura fue llevado a su casa. Allí, por su endeble salud, transcurría su prisión preventiva,

Se dice que sus últimos días transcurrieron con inmerecida placidez. Y finalmente, se llevó todos sus secretos a la tumba.

 

Fuente: Telam



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